Los fanáticos del béisbol se alimentan de cábalas y momentos memorables que marcan un antes y un después en la historia de un equipo. Para los aficionados de las Águilas del Zulia, la última gloria llegó en la temporada 2016-2017, cuando pusieron fin a una sequía de 17 años. Desde entonces han viajado por caminos sinuosos.
Este año prometieron cambiar la historia y desde antes convocaron a sus referentes y también a los que hace mucho tiempo que no vencen una temporada entera, pero que tienen sed de gloria, como el caso de José Pirela, el “Águila Negra”.
El jardinero reapareció en el béisbol venezolano la temporada pasada, luego de cinco años, pero llegó muy tarde, en diciembre cuando las Águilas tenían pocas posibilidades de llegar a enero. Este año prometió luchar desde el principio y lo logró. Estaba uniformado y listo para la batalla apenas una semana después del día inaugural.
Su afición lo recibió con entusiasmo, en su memoria vive el intenso José, que bateaba en todo momento, volaba por las bases y una vez concretada la eliminación del Zulia, quedó tendido en segunda base, llorando de frustración y dejando en evidencia cuanto amor. Luego buscó esa camisa. Los años han pasado, claro, pero su compromiso sigue siendo el mismo y todavía no olvida aquella escena.
“Uno de los momentos más tristes” de su carrera, pero también un combustible infalible para esas ganas del Zulia de volver a besar la gloria. Lleno de confianza, en sí mismo y en sus compañeros, lidera esta nueva versión de los Raptors, que juega pequeño, cuida los detalles y aprovecha una cancha que crece en Maracaibo y tiene una de las mejores defensas del campeonato.
Sus cualidades siguen siendo favorables para estar en lo más alto de la formación, precedido por el siempre ejercitado Alí Castillo y en ocasiones por los jóvenes Símón Muzziotti u Osleivi Basabe.
La misión es la misma: aplicar ese talento natural que tienes para poner la pelota en juego, estar en base y esperar la fuerza que naturalmente debe aportar el cuarto, quinto o sexto bateador. Como lo hizo en verano, en México con los Diablos Rojos, equipo con el que bateó .333.
Naturalmente se ha vuelto más selectivo, en el plato y en las bases, cuando espera ser impulsador. Ya no tiene veintitantos años como la última vez que jugó una temporada completa en Venezuela. Ahora, a sus 34 años, es mucho más analítico y observa todas las prácticas de bateo, a veces junto a los entrenadores y otras entre sus compañeros. Pero eso sí, siempre con esa sonrisa agradable, que denota familiaridad.
Ha esperado mucho tiempo para volver a vestir el uniforme naranja y negro y ahora su único objetivo es que la espera valga la pena.